sábado, 20 de septiembre de 2008

ESTESO Y PAJARES, LA CAÍDA DE LOS DIOSES

CINE DE CUCARACHAS

Tener un prejuicio es estar absolutamente seguro de una cosa que no se sabe. Eso nos ocurre con Esteso y Pajares, que suenan a pitorreo, a machismo y pañuelo de cuatro nudos en la mollera, a macho ibérico unicejo y a calzoncillo blanco abanderado. Recuerdo haber oído una conversación despectiva sobre este tipo de cine “que se arrastra por el suelo como la mierda... que es un cine de cucarachas…”. Ésta es pues una historia de cucarachas.
Con Esteso y Pajares nos pasa que metemos la pata y nos quedamos tan anchos por culpa de los prejuicios; punto a favor de Mariano Ozores, el padre de la criatura; porque al insultar sin conocer, nos convertimos en españolitos medios (o mediocres) de esos que tan bien retrata en éstas, sus películas. José Luis Guarner decía que “es espejo inquietantemente fiel de las actitudes de la mayoría de los españoles ante el sexo”. Se produce la catarsis, comprendemos el pecado y hay que bajar la cabeza coloraos como el tomate: las cucarachas somos nosotros.
Contaba Woody Allen que a él, como a Sócrates, se le reconocían varias intuiciones razonablemente profundas, “si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas...” - la vida es sexo, que quiso decir Calderón -. Si el genio neoyorquino es un misántropo emocional, Esteso y Pajares son su arma arrojadiza - son la hoz y el martínez o el brazo tonto de la ley de Allen - porque cavernícolas o no, cumplen los deseos oscuros que ocultamos bajo el disfraz de moralina que amarga nuestra existencia. El primer mandamiento a Moisés debió ser “amarás el porno por encima de todo”, los video-clubs no engañan. Milagros a Lourdes, vale, pero haciendo parada en Perpignan, porque el último tango, tenía que ser en París.
En el principio fue Landa. Pero la tentación es meter en el mismo saco toda producción de la época e incluso arrastrar a él los films posteriores, adoleciendo de falta de objetividad y convirtiéndonos en vulgares censuradores de esos que hipócritamente aborrecemos. Esteso y Pajares no son la misma pamplina, son, si acaso, unos Landas exorcitados a lo Linda Blair que “se follan a la puta de tu hija”. No hay en sus películas esa carga educadora dirigida a la corrección opusdeista sino más bien una incorrección amoral - fuera de toda coherencia si se quiere - y un divertimento vicioso. El felpudo de la Cantudo tuvo la culpa, teníamos los cojones hinchados de tanto Franco y necesitábamos un medio para poder explotar, Carrero Blanco sólo fue un petardo. ¿Fue ésa la misión de estas películas? ¿un cine de pleno fulgor onanista? Los sueños eróticos que, por la moral y el tricornio, sólo se desataban en la mente, fueron al fin liberados. El “orgasmatron” de Allen en la España de los ochenta proyectaba películas de Esteso y Pajares.
Decía Groucho Marx que “el problema no era el adulterio sino lo que cuesta disimularlo”. En un espléndido gag pleno de la tradición picaresca, Esteso y Pajares parodian un anuncio de la época llamando a la puerta de las casas en busca del detergente “Pilón” y se topan con un lío de cuernos: “¡a su puerta llamaremos con la tremenda ilusión de que tenga un barrilete del detergente Pilón!”, y en vez de pagarle las dos mil pesetas reglamentarias, “¡tía buena con lío en casa, mil pesetas!”, quedándose ellos las otras mil, sugiriendo que si no está de acuerdo, lo discutan cuando llegue el marido a casa. Ni el Lazarillo fue tan ruin, pero el gag lo clavaba; así somos y así se lo hemos contado.
Son acusados de machistas porque pone mucho hacerse el Torquemada, pero antes hay que mirarse al espejo y atizarse con cilicio por hipócritas: la violencia doméstica está al orden del día y el imperio del cabrón no entiende más que el palo. Chuleamos de “progres” y media España calza Fraga. Somos víctimas de las circunstancias que nos ha tocado vivir. El visionado hoy en día de El hombre tranquilo – la cumbre absoluta del Séptimo Arte – intranquiliza a mucho falso liberal más papista que el Papa, que suelta un rebuzno de protesta cuando John Wayne arrastra de la cabellera pelirroja cual indio sioux por el prado verde de Innesfree a la bella y testaruda Maureen O´hara ante el júbilo del respetable que le anima a que “la caliente si protesta”. Si la sociedad irlandesa era católica, apostólica y romana, ¿tendría que haberla convertido John Ford en una comuna hippie? Lo mismo ocurría en España. Es la cultura latina mediterránea: el torero, como el Soberano, es cosa de hombres.
La química entre ellos era espectacular – sobretodo cuando se unía Antonio Ozores, el tercer mosquetero –, a la altura del mejor Lemmon-Matthaus. No eran guaperas como Redford ni Newman ni montan en bicicleta mientras las gotas de lluvia golpean en sus cabezas sino dos tipos vulgares que conducían un Renault 5 con traje blanco de detergente Pilón. He ahí la clave de su éxito. Eran españolitos de a pie - los conocemos bien, verdad - desgraciados y granujas. Eran canallas, tramposos, truhanes y tahúres por eso nos gustaban tanto. El engaño, el malentendido y la ironía dramática, reglas de oro para hacer reír, corrían desbocadas – a veces torpemente, ni Ozores es Hawks ni Pajares, Cary Grant – arrancando la carcajada, objetivo cumplido.
Se les tildó de subgénero de manera peyorativa, se les acusó de ser un cine culturalmente subdesarrollado. Pero han pasado veinte años y Esteso y Pajares ya son un mito, como el Naranjito o el anís del mono. Por desgracia imitadores de tres al cuarto renacen de las cenizas que dejaron. Hijos bastardos nacidos también de la televisión y que recogen el testigo para hundir su recuerdo en la miseria.
¿Por qué desaparecieron del mapa en el año 83? Las modas como la vida, son crueles en su destino. Se especuló con el deterioro de la relación porque la envidia es fotogénica, merecieron un Sunset boulevard y no la pésima Muertos de risa. La repetición de esquemas reventó la gallina de los huevos de oro. Nueve películas en cuatro años en las que Esteso siempre fue Esteso y Pajares, Pajares. Es sintomático que los primeros films que hicieron juntos fueran los mejores. Los bingueros (1979) con esa crítica demoledora hacia un cura millonario que pasa las noches en el bingo ganando dinero a costa de la magia de una de las reliquias – el dedo de San Nepomuceno - de su iglesia; y Yo hice a Roque III (1980), una parodia de Rocky pasada por la turmix del cutrerío que habla de la amistad entre dos perdedores que contiene un diálogo antológico grouchiano sobre una báscula que pesa en libras. Lo demás es caída libre, meras reiteraciones donde el guión flojea – claro triunfo de la apatía - y se acude sin vergüenza al melodrama barato y reaccionario.
Nos tronchamos con los chistes malos, con los machistas, con los crueles y con los macabros. El resorte de la risa es el mal ajeno: si alguien pisa una cáscara de plátano y cae al suelo dándose un trompazo o si un tipo despistado se da de bruces contra una farola, nos carcajeamos. Cuando el gran Groucho se mofa de la monstruosidad de Margaret Dumont, no nos hacemos cruces, reímos. Dejemos los prejuicios a un lado y disfrutémosles. Góngora captó la idea: “ande yo caliente y ríase la gente, que yo en mi pobre mesilla, quiero más una morcilla, que en el asador reviente”.

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