sábado, 20 de septiembre de 2008

L'ARGENT

L´argent.

Cuando el fiscal pregunta a Meursault, el asesino de El extranjero[1], el motivo por el que mató; éste, sincero, responde que fue cosa del azar, que quizás el sol quemaba aquel día más intensamente que de costumbre...
Bresson retoma el debate sobre la culpa, la casualidad y el azar allá donde lo dejó Camus y nos ofrece en L´argent su, por desgracia, postrera obra maestra. Pues, como narra la novela, en el film una anciana da cobijo al asesino protagonista y le pregunta por qué mata, a lo que éste responde que... le dio gusto.
Qué poco se imaginaba el padre que al inicio de la película se niega a dar más dinero a su hijo que su acto modesto de batir alas, abriría la caja de pandora desencadenando la violencia más instintiva y brutal del efecto mariposa.
El personaje principal asiste impotente a su descenso a los infiernos aplastado por la bola de nieve de Sísifo: es acusado de “pasar” dinero falso por lo que pierde su trabajo, sin fondos con los que mantener a su familia, se ve envuelto en trapicheos que le arrastran a la cárcel, muriendo su hija en la pobreza y viéndose abandonado por su mujer...
Un acto injusto provoca que un hombre lo acabe perdiendo todo... descreído, huérfano de identidad, despojado de una “lógica social” y deshumanizado, deja de comportarse como tal para, en la metamorfosis, transformarse en un ser asocial y vagar por el mundo como animal instintivo sin ley que le rija ni moral alguna a la que agarrarse. Al caer todo aquello que ha construido el hombre, caerán también una tras otra sus víctimas pues ya no hay nada que le detenga.
La película se cuestiona lo que es justo y lo que no dentro de una sociedad que el director considera un Leviatán corrupto, egoísta, hipócrita e injusto; y nos hace reflexionar sobre la fragilidad de nuestra existencia, del flaco equilibrio que existe entre el bien y el mal... ¡cuando no es la misma cosa!
Bresson, como Hobbes, crucifica con su mirada pesimista al hombre y a la sociedad que ha creado, convirtiéndose con su cámara en fedatario de aquello de “el hombre es un lobo para el hombre”.
El autor pone el acento en el discurso por encima del relato en esta historia que cuenta los motivos - ¿de verdad son motivos? - por los que un hombre cualquiera se convierte en asesino y decide matar. Su mirada existencialista ningunea las causas que le llevan al homicidio haciendo igual de válidas mil causas más que justifiquen sus actos.
Bresson se esfuerza en eliminar las acciones (y las reacciones) que el público de un cine más clásico espera (¡abajo el espectador hipnotizado!) dejándolas fuera de campo o fulminándolas mediante elipsis consiguiendo así un doble efecto: 1) un ritmo endiablado y conciso y - lo que más interesa al director-filósofo – 2) activar la mente del espectador haciéndole partícipe de lo que ve obligándole a pensar y a tomar partido.
La genialidad de Bresson se percibe en un montaje milimétrico y demoledor capaz de conseguir con sencillez – yendo al grano vamos – un frenético ritmo con precisión de relojero suizo. Nadie ha sido capaz de contar tanto en tan poco tiempo. Ojalá aprendieran de este francés los Michael Bay de turno del cine actual, incapaces de explicar de manera inteligible una historia, perdidos - a mil imágenes por segundo - en la nadería del videoclip. Cronemberg, por suerte, nos cura de tantos espantos (hay que correr a ver Una historia de violencia para darnos cuenta de su impecable precisión a la hora de contarnos lo que le interesa y que tiene más de un punto en común con L´argent como esa visión de la violencia innata en el hombre)
Bresson convierte a los actores en mimos que no se inmutan, carentes de expresividad o filma solamente partes del cuerpo (cierto fetichismo hacia los pies) negando al espectador el rostro para reforzar su discurso; con un añadido: eliminando el rostro, se elimina lo individual, lo particular y consigue no hablar de un personaje concreto sino del hombre en general. Queda clara la lectura: todos los hombres somos hipócritas, mentirosos, ladrones y asesinos. Somos robots globalizados que no controlan su vida – vida llena de diablos... probablemente – y vida que, por lo frágil, puede torcerse en cualquier momento.
La moraleja con tintes frankensteinianos debe sonrojarnos a todos:
Nadie se salva de la quema, nadie es honesto...
¿Es culpable el asesino?, ¿o quienes han creado al monstruo?
[1] Escrita por Albert Camus

PROMESAS DEL ESTE

QUIEN EN VIDA ESTÁ ENTERRADO

Mi padre era minero, vivió enterrado toda su vida…
Así se define en una sola frase lapidaria que es pura melancolía escrita en el diario de una prostituta rusa lo que es Promesas del Este.
Con el pretexto de una historia de mafias rusas londinenses y trata de blancas Cronenberg nos cuenta que la prostituta no es la chica, la puta es el hombre y su alma.

Una historia de violencia, penúltima del director y una de las pocas obras maestras del cine de los últimos años – junto a El viento que agita la cebada de Ken Loach – provenía del cómic y definía la figura del héroe de verdad – sin máscaras, sin capa ni espada ni doble moral - en un mundo, éste, donde la miseria humana es el malo de turno.

Promesas del Este forma parte de la que podría definirse como su trilogía del héroe contemporáneo – que comenzó con el inestable Ralph Fiennes de Spider – porque a pesar de que la historia no proviene del cómic, el genio filma una novela gráfica en imágenes.

Pocas películas son capaces de crear héroes de carne y hueso. Sin city era fantoche, 300, músculos y jabón, Batman, tan oscura como poco brillante, Superman encantadora pero profunda como los calzoncillos rojos de Clark Kent. Mejor rescatar locuras asiáticas, Ichi the killer y Old boy o excepciones occidentales, Camino a la perdición.

Cronenberg sí sabe crearlos. Por autor con discurso y estilo y porque consigue que de un relato mezcla de fantasías y promesas contextuales surja una historia arrebatadora llena de realidades; diseccionando como hicieron sus gemelos de Inseparables la profunda decepción que siente hacia el hombre o el habernos metamorfoseado - como su mosca goldblumniana - de lo malo en lo peor, un mundo basura, un ser humano que apesta.

Y el héroe, Viggo Mortensen, un héroe que se contradice porque su poder es la imperfección, es mucho más gigante con Cronenberg que con el Alatriste de Díaz Yanes o el Aragorn de Peter Jackson. Nikolai Luzhin, su personaje, nos llega al alma porque desnuda nuestras miserias, que también son las suyas.

Una historia de violencia transcurría en los Estados Unidos, Promesas del Este en Londres, la elección no es casual. Cronenberg lo tiene claro, tras la magnífica apariencia que damos se esconde el monstruo, falso, hipócrita y mentiroso. Por eso dota a todos sus personajes, magistrales todos – y entre ellos un Vincent Cassel desconocido y memorable – de una doble identidad. Nada es lo que parece ni nadie lo que aparenta.
Los tatuajes de Nikolai nos dan la pauta, cuentan su vida como metáforas de las huellas de su pasado. No somos lo que decimos – las palabras son mentirosas - somos lo que hacemos, lo ocultemos o no. Yo soy yo y mis circunstancias que decía Ortega y Gasset. He ahí la tragedia que arrastramos.

El último plano de Promesas del Este - desde ya genial, perturbador y duradero - evoca como el final de Conan el Bárbaro la melancolía y la magnificiencia del rey sentado en su trono, del héroe vencedor pero también vencido por todo lo que queda por delante.
Suerte Nikolai Luzhin.

SICKO

ENSAYO SOBRE LA CEGUERA

Una vez le insistieron a Saramago en que la mayoría de la gente opinaba que la democracia parlamentaria era el menos malo de los sistemas conocidos. Y el diablo, que sabe más por viejo que por diablo respondió que sí, pero que “ésa era una manera muy hábil de impedir que se busque algo mejor.”

Bienvenidos a la puerta trasera más sucia y oscura del Capitalismo. Sicko, el esperado documental de Michael Moore es terrible, siendo ese horror - gritado como nadie por el Kurtz de Marlon Brando[1] - aquí pura virtud.

Moore, que es dado a los malabares soberbios – tanto por lo magníficos como por lo altaneros – y que golpea como Tyson, duro hasta noquearte y si sigues en pie te muerde una oreja, ataca el sistema de salud norteamericano (en manos privadas) y no deja títere con cabeza.

La maestría de la propuesta sorprende en su juego de contrarios, su imparcialidad honesta (esos enfermos que conocemos para luego contarnos su muerte), su enmarañada sencillez (la excursión a Cuba para curar todos los males) y su artificio sincero (pacientes desahuciados vagando en bata por impago por las calles de Nueva York)

Sicko retrata magistralmente la indiferencia que provoca el poder económico; y esa indiferencia es crueldad. Dice Saramago que “la crueldad es lo que realmente nos diferencia de los animales, la crueldad humana sobrepasa todos los límites”. Por eso el director, sin ser objetivo – no seamos necios, ¿quién puede serlo? - es honesto, sencillo y sincero; y también actual. Acusar a Moore de partidista es tan estúpido como decir que los escapes del Prestige fueron hilillos.

Irónicamente Moore, tantas veces tachado de antiamericano, hace caso a la arenga del presidente Kennedy: “Entonces, americanos, no se pregunten lo que su país puede hacer por ustedes. Pregúntense que pueden hacer ustedes por su país.” Moore por su país, hace documentales sacando a la luz los trapos sucios… Moore es un patriota.

El clímax del documental en Cuba es prodigioso. La sencillez de la propuesta desnuda al “establishment” y lo deja en bragas y a nosotros rabiosos como antes hicieron Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11 del propio Moore, o Una verdad incómoda, El mundo según Bush o Spellbound (ese documental sobre niños enfermos de Capitalismo)
Pero Moore no se detiene ahí, Bush es sólo la punta idiota del iceberg, Sicko llega más lejos y de refilón toca el alma - como El desencanto y El cielo gira – susurrándole una lección vital de humanidad: ya no hay rabia contenida sólo el sabor amargo a derrota, la del hombre.

Hobbes tenía razón.
[1] En Apocalypse now.

EL TREN DE LAS 3.10

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Decía William Munny en Sin perdón – una de las maravillas del séptimo arte – que cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría tener. La frase, como la película, trasciende, se multiplica, se hace duradera y nos adentra en la eternidad de un personaje y de toda su existencia.
3:10 to Yuma no es el crepúsculo que significó Sin perdón porque los dioses son parcos en milagros, pero está rodeada de un aura arrolladora de magistralidad.
Nadie detesta más la inutilidad de un remake, y ésta lo es de El tren de las 3:10 de Delmer Daves de 1957; sin embargo, 3:10 to Yuma es necesaria por ser mayúscula en el desierto, por ser única a pesar de la duplicidad y porque la manera más honesta de combatir el mal cine – el que hipnotiza, adiestra y da capones, el del hombre de los caramelos – es con buen cine. Y en eso 3:10 to Yuma es colosal, 1) por un guión coherente abrumador que seduce sensualmente hasta el orgasmo increíble final; y 2) por lo homérico de sus protagonistas, construidos de manera magistral con un arco de transformación perfecto que los hace verosímiles y ata todos los cabos.
Ben Wade y Dan Evans - noche y día - un hombre excepcional, un bandido, cruel existencialista y despiadado animal que vive en su cielo frente a un perdedor y cobarde, un hombre bueno miserablemente vencido en el infierno. El choque de trenes cambia sus vidas y también las nuestras. Es aquí donde 3:10 to Yuma roza la divinidad de Sin perdón.
Western nihilista de personajes bosconianos, de decrepitud y actualidad porque es el mundo que vemos todos los días, el de la resignación, el de la concienciación de la inhumanidad humana. Dios murió, Ben Wade y Dan Evans lo saben y se desesperan en busca del sentido de la vida.
Personajes formidables todos, pero el apocalipsis necesita del diablo, y éste es Russell Crowe, el Nietzche de toda esta decadencia. Uno de esos pocos genios capaces de agrandar lo escrito en el papel y aquí a la altura del Jake la Motta de De Niro en Toro salvaje, que lo es todo.
El montaje es magnífico, la película respira, se silencia, se rompe y vuelve a torturar de placer. La música es lánguida y acompaña poética el luto que arrastran.
Nos vemos en el infierno William Munny.

ESTESO Y PAJARES, LA CAÍDA DE LOS DIOSES

CINE DE CUCARACHAS

Tener un prejuicio es estar absolutamente seguro de una cosa que no se sabe. Eso nos ocurre con Esteso y Pajares, que suenan a pitorreo, a machismo y pañuelo de cuatro nudos en la mollera, a macho ibérico unicejo y a calzoncillo blanco abanderado. Recuerdo haber oído una conversación despectiva sobre este tipo de cine “que se arrastra por el suelo como la mierda... que es un cine de cucarachas…”. Ésta es pues una historia de cucarachas.
Con Esteso y Pajares nos pasa que metemos la pata y nos quedamos tan anchos por culpa de los prejuicios; punto a favor de Mariano Ozores, el padre de la criatura; porque al insultar sin conocer, nos convertimos en españolitos medios (o mediocres) de esos que tan bien retrata en éstas, sus películas. José Luis Guarner decía que “es espejo inquietantemente fiel de las actitudes de la mayoría de los españoles ante el sexo”. Se produce la catarsis, comprendemos el pecado y hay que bajar la cabeza coloraos como el tomate: las cucarachas somos nosotros.
Contaba Woody Allen que a él, como a Sócrates, se le reconocían varias intuiciones razonablemente profundas, “si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas...” - la vida es sexo, que quiso decir Calderón -. Si el genio neoyorquino es un misántropo emocional, Esteso y Pajares son su arma arrojadiza - son la hoz y el martínez o el brazo tonto de la ley de Allen - porque cavernícolas o no, cumplen los deseos oscuros que ocultamos bajo el disfraz de moralina que amarga nuestra existencia. El primer mandamiento a Moisés debió ser “amarás el porno por encima de todo”, los video-clubs no engañan. Milagros a Lourdes, vale, pero haciendo parada en Perpignan, porque el último tango, tenía que ser en París.
En el principio fue Landa. Pero la tentación es meter en el mismo saco toda producción de la época e incluso arrastrar a él los films posteriores, adoleciendo de falta de objetividad y convirtiéndonos en vulgares censuradores de esos que hipócritamente aborrecemos. Esteso y Pajares no son la misma pamplina, son, si acaso, unos Landas exorcitados a lo Linda Blair que “se follan a la puta de tu hija”. No hay en sus películas esa carga educadora dirigida a la corrección opusdeista sino más bien una incorrección amoral - fuera de toda coherencia si se quiere - y un divertimento vicioso. El felpudo de la Cantudo tuvo la culpa, teníamos los cojones hinchados de tanto Franco y necesitábamos un medio para poder explotar, Carrero Blanco sólo fue un petardo. ¿Fue ésa la misión de estas películas? ¿un cine de pleno fulgor onanista? Los sueños eróticos que, por la moral y el tricornio, sólo se desataban en la mente, fueron al fin liberados. El “orgasmatron” de Allen en la España de los ochenta proyectaba películas de Esteso y Pajares.
Decía Groucho Marx que “el problema no era el adulterio sino lo que cuesta disimularlo”. En un espléndido gag pleno de la tradición picaresca, Esteso y Pajares parodian un anuncio de la época llamando a la puerta de las casas en busca del detergente “Pilón” y se topan con un lío de cuernos: “¡a su puerta llamaremos con la tremenda ilusión de que tenga un barrilete del detergente Pilón!”, y en vez de pagarle las dos mil pesetas reglamentarias, “¡tía buena con lío en casa, mil pesetas!”, quedándose ellos las otras mil, sugiriendo que si no está de acuerdo, lo discutan cuando llegue el marido a casa. Ni el Lazarillo fue tan ruin, pero el gag lo clavaba; así somos y así se lo hemos contado.
Son acusados de machistas porque pone mucho hacerse el Torquemada, pero antes hay que mirarse al espejo y atizarse con cilicio por hipócritas: la violencia doméstica está al orden del día y el imperio del cabrón no entiende más que el palo. Chuleamos de “progres” y media España calza Fraga. Somos víctimas de las circunstancias que nos ha tocado vivir. El visionado hoy en día de El hombre tranquilo – la cumbre absoluta del Séptimo Arte – intranquiliza a mucho falso liberal más papista que el Papa, que suelta un rebuzno de protesta cuando John Wayne arrastra de la cabellera pelirroja cual indio sioux por el prado verde de Innesfree a la bella y testaruda Maureen O´hara ante el júbilo del respetable que le anima a que “la caliente si protesta”. Si la sociedad irlandesa era católica, apostólica y romana, ¿tendría que haberla convertido John Ford en una comuna hippie? Lo mismo ocurría en España. Es la cultura latina mediterránea: el torero, como el Soberano, es cosa de hombres.
La química entre ellos era espectacular – sobretodo cuando se unía Antonio Ozores, el tercer mosquetero –, a la altura del mejor Lemmon-Matthaus. No eran guaperas como Redford ni Newman ni montan en bicicleta mientras las gotas de lluvia golpean en sus cabezas sino dos tipos vulgares que conducían un Renault 5 con traje blanco de detergente Pilón. He ahí la clave de su éxito. Eran españolitos de a pie - los conocemos bien, verdad - desgraciados y granujas. Eran canallas, tramposos, truhanes y tahúres por eso nos gustaban tanto. El engaño, el malentendido y la ironía dramática, reglas de oro para hacer reír, corrían desbocadas – a veces torpemente, ni Ozores es Hawks ni Pajares, Cary Grant – arrancando la carcajada, objetivo cumplido.
Se les tildó de subgénero de manera peyorativa, se les acusó de ser un cine culturalmente subdesarrollado. Pero han pasado veinte años y Esteso y Pajares ya son un mito, como el Naranjito o el anís del mono. Por desgracia imitadores de tres al cuarto renacen de las cenizas que dejaron. Hijos bastardos nacidos también de la televisión y que recogen el testigo para hundir su recuerdo en la miseria.
¿Por qué desaparecieron del mapa en el año 83? Las modas como la vida, son crueles en su destino. Se especuló con el deterioro de la relación porque la envidia es fotogénica, merecieron un Sunset boulevard y no la pésima Muertos de risa. La repetición de esquemas reventó la gallina de los huevos de oro. Nueve películas en cuatro años en las que Esteso siempre fue Esteso y Pajares, Pajares. Es sintomático que los primeros films que hicieron juntos fueran los mejores. Los bingueros (1979) con esa crítica demoledora hacia un cura millonario que pasa las noches en el bingo ganando dinero a costa de la magia de una de las reliquias – el dedo de San Nepomuceno - de su iglesia; y Yo hice a Roque III (1980), una parodia de Rocky pasada por la turmix del cutrerío que habla de la amistad entre dos perdedores que contiene un diálogo antológico grouchiano sobre una báscula que pesa en libras. Lo demás es caída libre, meras reiteraciones donde el guión flojea – claro triunfo de la apatía - y se acude sin vergüenza al melodrama barato y reaccionario.
Nos tronchamos con los chistes malos, con los machistas, con los crueles y con los macabros. El resorte de la risa es el mal ajeno: si alguien pisa una cáscara de plátano y cae al suelo dándose un trompazo o si un tipo despistado se da de bruces contra una farola, nos carcajeamos. Cuando el gran Groucho se mofa de la monstruosidad de Margaret Dumont, no nos hacemos cruces, reímos. Dejemos los prejuicios a un lado y disfrutémosles. Góngora captó la idea: “ande yo caliente y ríase la gente, que yo en mi pobre mesilla, quiero más una morcilla, que en el asador reviente”.

4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS

VIVIR SIN ROSSELLINI

Cuando Rossellini quería transmitir lo que era el cine decía que “nada de bellas imágenes, lo que hay son imágenes justas, imágenes necesarias”. En Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica un hombre buscaba desesperado su bicicleta acompañado de su hijo para conservar su trabajo, la aventura callejera servía como mcguffin poético desolador que mostraba la realidad social miserable de la Roma de posguerra. 4 meses, 3 semanas, 2 días es puro De Sica, puro Rossellini, puro neorrealismo italiano y nouvelle vague.
Otilia recorre a pie las calles de una pequeña ciudad rumana intentando ayudar a su amiga Gabita en su aborto de estraperlo destapando a cada paso las vergüenzas visibles y las que permanecen ocultas. Otilia recibe “los 400 golpes” de Antoine Doinel mostrando en su búsqueda – y fuga – la infame realidad de la Rumanía de Ceaucescu y, por ende, el castigo moral devastador y el miedo informe que la maldad que acompaña al poder causa a quienes lo padecen.
Como sólo las obras maestras saben, el primer plano de la película lo cuenta todo. Dos peces atrapados en su pecera resume de forma sencilla y soberbia el sentir de las protagonistas, con tan poco rara vez se dijo tanto. 4 meses, 3 semanas, 2 días – como Los niños del paraíso de Majad Majidi o ¿Dónde está la casa de mi amigo? de Kiarostami - es pequeña, honesta y maravillosa contando la realidad, la ciudad, sus calles y disfrazando el miedo, las almas desarropadas, contaminadas de vulgaridad e imposibilidades; sus personajes son cercanos, frágiles héroes víctimas del lado más oscuro; los diálogos están llenos de banalidades, monotonías, silencios y crueldades cotidianas por eso nos los creemos, porque son los nuestros.
Si el guión es soberbio también lo es la dirección de Cristian Mungiu, autor verdadero con moral de travelling que aplica su moral godardiana en cada plano, como en el plano-secuencia de la celebración en casa del novio de Otilia, apabullante por tedioso e insoportable, tanto que molesta al alma por hacernos creer que somos ella y sentimos su malestar; o el noqueador plano del feto de Gabita que desmonta cualquier discurso celoso sobre manipulación. La secuencia del aborto a cargo del Dr. Bebe, un médico circunstancial mitad Corleone, mitad Señor Lobo es tan inhumana, tan imperdonable como justificable por su coherente humanidad. La mirada final a cámara - como la de Doinel al ver el mar - es el triunfo del pesimista que sabe que todo va a seguir igual.
De Sica decía que el neorrealismo es poesía, la poesía de la vida real y que por esa razón no ha muerto ni morirá nunca. Tampoco morirá el cine mientras haya una sola 4 meses, 3 semanas, 2 días. Bertolucci tenía razón, no se puede vivir sin Rossellini.

SWEENEY TODD

CAMINO DE OZ

Se le llama autor - y ésta es la categoría de los más grandes - a quien imprime un estilo personal a su trabajo. Tim Burton encaja desde luego con esta premisa, pero el verdadero autor también tiene un discurso y es ahí donde Burton fracasa. Su cine ilumina y absorbe para después perderse en el olvido.
Su mejor película hasta la fecha, la excelente Ed Wood, hacía albergar esperanzas sobre este cineasta exagerado en las formas. Eduardo Manostijeras era un dramón convincente, cine bien hecho que perdura en su majestuosidad hasta los títulos de crédito, después poco o nada; Bitelchus era una comedia pasable; Batman era eso… un tipo serio con mayas vestido de murciélago, magnífico para el lenguaje del cómic pero ridículo en la gran pantalla; Mars Attacks! era un delirio amable que se hacía insoportable en su segundo visionado; Sleepy Hollow era aburrida sin más; el remake de El planeta de los simios, innecesario y el de Charlie y la fábrica de chocolate mejor ni hablar… sólo Big fish pareció sacar de la mediocridad a uno de los directores más injustamente bien considerados del cine actual. De todas formas, al menos Tim Burton intenta hacer cine y eso le dignifica.
Sweeney Todd no sólo le dignifica, también le redime. Cómplice de un musical de por sí extraordinario, Burton aguanta el tipo y hasta es capaz de componer un final trágico memorable. Su barroquismo se contiene y la película se crece.
Johnny Depp - horrible pirata en la terrible saga del Caribe - está mejor que nunca, convence por su seriedad, por su mirada adulta y su voz profunda. Pero lo mejor, lo más delicioso del film es Helena Bonham Carter, su voz rasgada, su gesto cautivador, su mirada estéril, su imposibilidad de alcanzar a Todd y su sentido del humor resultan épicos y acabas rendido a sus pies. Depp y Bonham Carter entusiasman poniendo la piel de gallina cada vez que aparecen en pantalla, cada vez que se miran, cada vez que se detestan y cada vez que cantan.
Cansados de las birrias musicales de los últimos años, de El fantasma de la ópera, de Dreamgirls o de Happy Feet; Sweeney Todd recupera la magia de los grandes musicales, de los que perduran, de El mago de Oz, de Cantando bajo la lluvia, de Siete novias para siete hermanos, de West Side Story, de Cabaret, de Bailar en la oscuridad o de Chicago.
Por este camino de baldosas amarillas, Tim Burton sí llegará a Oz.

SOY LEYENDA

EL PLANETA DE LOS SIMIOS

Buscamos vida inteligente fuera del planeta cuando deberíamos pensarnos seriamente en buscarla dentro. Desde luego imposible encontrarla en Hollywood - si no anda cerca Spielberg – donde los productores se esfuerzan con éxito cada vez más en darnos menos.
Llegó el momento de aplicar de verdad la maldita censura en el cine, pero no para prohibir memeces morales como hacen los hipócritas y los religiosos – que vienen a ser la misma mierda - sino para aniquilar películas que jamás deberían haber visto la luz porque simplemente ni son películas, ni a eso se le puede llamar cine puesto que no hay el más mínimo rastro de inteligencia humana tras ellas.
Es lo que ocurre con Soy leyenda, que en el sorteo le tocó dirigirla a Francis Lawrence, un videoclipero – y lo digo de la manera más peyorativa que pueda imaginarse – cuyo currículo incluye el bodrio de Constantine y tonterías con la Spears.
Soy leyenda es “no-cine” por cargarse todos los elementos interesantes que hacían de la historia original un material increíble. La estupenda y angustiosa novela de Richard Matheson es mutilada en todo lo que huele a talento: 1) la revisión del mito vampírico es olvidada; 2) la reflexión sobre qué es lo normal y qué es un monstruo – temática seductora y polémica que nos arroja al absurdo concepto del bien y del mal que siempre les interesa inculcarnos – se transforma en la eterna y cansina lucha del héroe – el bien, y desde luego americano – contra la nueva sociedad de infectados – el mal sin más -; 3) el protagonista de la novela es un borracho que ahoga sus penas en whisky debatiéndose entre lo racional y lo pasional mientras que Will Smith es un modelo de revista que a veces pone cara de pena y abstemio porque los héroes no deben vomitar cardhu; 4) el fascinante final de la novela donde el último humano sobre la Tierra entiende su rol en el nuevo mundo y lo asume es rectificado por un final “made in Hollywood” donde el héroe muere sacrificándose por el bien de la humanidad – ¿no es así como mueren los soldados americanos en Irak?
La única pretensión de Soy leyenda es seguir la moda zombie imperante en el cine de acción pero es una copia chabacana y cateta de la sublime 28 semanas después del español Juan Carlos Fresnadillo; y está a años luz de películas postapocalípticas que sí tenían algo que contar como 28 días después, Brazil, 12 monos, Dark city, Terminator, Matrix o Cuando el destino nos alcance.
Muerte al “no-cine”, muerte a los productores con tijeras en las manos que nos atontan y muerte a directores y guionistas que se prostituyen. El cine siempre debe ser ARTE.
En 1968 Franklin J. Schaffner dirigió una obra maestra de la ciencia ficción, El planeta de los simios. Hoy sus predicciones se ven cumplidas, hoy ya vivimos en él.

NO ES PAÍS PARA VIEJOS

NIEVA EN TODA IRLANDA

¿Quién eres tú? La muerte. ¿Es que vienes por mí? Hace ya tiempo que camino a tu lado... y el día a día de Max Von Sydow se convertía en una partida – de ajedrez – entre la vida y la muerte.
Los Coen beben de El séptimo sello de Bergman, No es país para viejos trata del azar, del destino y de la muerte - la vida como derrota, la muerte como única seguridad.
Llewelyn Moss (Josh Brolin) quiere cambiar su destino cuando encuentra en el desierto una maleta llena de dinero, Llewelyn se cree capaz de ganar la partida, todavía es joven, hábil y conserva ciertas ilusiones. El sheriff Moss (Tommy Lee Jones) que se hace viejo acaba por acatar la derrota. Sólo queda esperarla.
La película está estructurada como el viaje del héroe, Llewelyn, en su intento de escapar de una certeza, su muerte. Lo atestigua el desierto y la magistral secuencia de su huida del infierno, el paso por el río – la laguna Estigia – y su lucha con el perro – Cancerbero – que intenta evitar su fuga.
La muerte ludópata con flequillo grotesco tiene su propia moral aplastante, no se enroca, busca el jaque con la naturalidad del aire comprimido y en botella y la azarosa duda de un cara o cruz. Así es la vida, y la muerte; Bardem lo entiende a la perfección por eso eleva hasta el Olimpo a su hado Anton Chigurh.
El cine de los Coen a veces ha sido genial como en Fargo, El gran Lebowski o El hombre que nunca estuvo allí, pero nunca tan poético ni cercano al alma. No es país para viejos es a la vez certeza y tristeza, como Joyce en Los muertos y Huston en Dublineses: “Piensa en todos los que fueron desde el principio de los tiempos. Y yo, tan pasajero como ellos apagándome en su mundo gris, como todo lo que me rodea. Ese sólido mundo que construyeron y en el que vivieron, se reduce y desaparece. La nieve cae, cae en el cementerio solitario donde está enterrado Michael Furey. Desciende ligera por el universo y ligera desciende, como el descenso hacia el último fin, sobre todos los vivos y todos los muertos”.

INDIANA JONES Y LA CALAVERA DE CRISTAL

EL VERDADERO REY MIDAS

Hubo un tiempo en que se consideró a Spielberg el rey Midas del cine porque todo lo que tocaba lo convertía en éxito de taquilla. Hubo un tiempo también allá por los noventa y tantos en que George Lucas, el íntimo de Spielberg, le arrebató el privilegio.
Frank Darabont, guionista y director de buenas películas como Cadena Perpetua y La milla verde se pasó un año trabajando duro con Spielberg para sacar adelante un guión que el director de Tiburón calificó de magistral pero que fue rechazado absolutamente por Lucas.
Al nuevo rey Midas una mañana se le ocurrió el mcguffin perfecto para su nueva producción, una calavera de cristal, y con su dictatorial entrega surgió Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Lo mejor de esta cuarta parte es que ha pasado el tiempo y puedes gozar de un viejo Indiana Jones plenamente contextualizado en los años 50: el rock, elvis, la guerra fría, las pruebas atómicas y la amenaza extraterrestre.
El primer acto de la película es brillante ubicando el entorno y las circunstancias del momento: 1) Magistral esa ciudad de mentirijillas de rabioso diseño cincuentón llena de muñecos que simulan humanidad y en la que Indi transita torpemente – como si descubriera su verdad, que él no es más que otro muñeco – sin darse cuenta de que sirve como cobaya atómica, tan chocantemente kitch como elegante reflexión de lo que es real; 2) sublime el acento en la moda extraterrestre cincuentera - películas de serie b como Ultimátum a la Tierra o Venidos del espacio - y el auge del fenómeno ovni por culpa del caso Roswell y el Área 51.
Pero ahí termina lo bueno, lo demás es mediocre, como si Spielberg hubiera sido abducido por uno de sus extraterrestres y se hubiera dejado dominar por ese criminal del cine llamado Lucas.
La cuarta entrega de Indiana Jones tiene algo de impostado, de falso, de increíble. Todo suena a carrusel donde lo que importa es el más difícil todavía, el “espera que la próxima trampa de la que se salva todavía es mejor…” y deja de lado las tramas del guión que a medida que pasa la película se vuelven más absurdas y aburridas. ¡Un Indiana Jones aburrido! ¿Se le puede insultar de peor manera?
¿Y el mcguffin de Lucas? Ver la calavera de cristal en manos de un patriotísimo Harrison Ford es como ver conducir a Fernando Alonso un coche de la Barbie, da tiricia, vergüenza y ganas de vomitar.
Si en las otras entregas de la saga los personajes que acompañaban a Indi tenían carisma, aquí todos son risibles y nefastos.
Cuando llega el clímax final estamos completamente desenganchados culpa de la mezcla excesiva de situaciones, del agotamiento de la fórmula y de la exageración de la heroicidad – un Shia Leboeuf saltando de liana en liana.
Recordemos el bagaje del tal Midas, La guerra de las galaxias que dio origen a una de las más míticas trilogías del cine - porque El Imperio contraataca y El retorno del Jedi no son suyas -, y sus tres precuelas, que bodrio a bodrio se cargaron la mitología de las primeras. Todo lo que toca Lucas lo convierte en oro sí, pero el oro tras su lustre no es más que un frío metal.

JUNO

AUNQUE EL MONO SE VISTA DE SEDA...

La etiqueta de “cine independiente” que tiempo atrás significó rebeldía, riesgo, autoría y huída de la simple comercialidad ahora se utiliza como una estrategia de marketing más para atraer al público en masa. Calificar Juno de cine independiente y meterla en el mismo saco que Reservoir dogs, Mi Idaho privado, Fargo, Memento o Lost in translation es una osadía cuando no una vergüenza.
Porque Juno - que va de comedia pero jamás hace reír y sus responsables precisan desesperadamente un repaso al cine de Chaplin para enterarse de lo que es el humor – no es más que una “comedia” romántica de personajes falsos que apesta a conservadurismo rancio – una defensa a ultranza de valores católicos, de medias naranjas eternas y el aborto como asesinato.
Lo mejor, de calle, es su inicio con esos títulos de crédito de la protagonista garabateada como dibujo animado que de pronto pasa a ser imagen real, hermosa metáfora de la pérdida de la inocencia de Juno, de su paso de niña de quince años a embarazada por sorpresa. Lo demás es pura manipulación.
Los personajes no se ganan nuestro cariño, más bien son detestables por imposibles; empezando por Juno, ¿que fume en pipa es lo más ingenioso que se les ocurre para que entendamos que es una chica diferente? ¿por qué cuando le dice a sus padres que está embarazada estos reaccionan como si les hubiera pedido dinero para comprar golosinas? ¿y la madre de Juno? ¿hay alguien que no desee patearle el culo por pedorra y pedante? ¿y por qué rompe la dulce pareja feliz que pretendía quedarse con el hijo de Juno? Tienes que creerlo todo, sin más, pero huele demasiado a artificio.
Para más inri, para dar el pego de cine alternativo, Juno se ve asediada sin descanso de música extradiegética – música no justificada en la escena – que cuando se usa sin coherencia como en este caso, resta más que suma y ahoga hasta hundirla.
Comparar Juno con Pequeña Miss Sunshine por ser consideradas las dos “booms indies” de los últimos tiempos es pecado; la primera nos atrapa mintiéndonos y manipulándonos descaradamente, la segunda es una obra maestra. Tampoco admite comparación con 4 meses, 3 semanas, 2 días que también trata del aborto de una chica joven, la magistral película rumana ganadora en Cannes hace de la sencillez una virtud y con poco lo cuenta todo, Juno en cambio está vacía y se olvida tan pronto como se ve. Y es que Juno al fin y al cabo es básicamente un telefilm de antena 3 travestido de cine trascendente .