sábado, 20 de septiembre de 2008

EL TREN DE LAS 3.10

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Decía William Munny en Sin perdón – una de las maravillas del séptimo arte – que cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría tener. La frase, como la película, trasciende, se multiplica, se hace duradera y nos adentra en la eternidad de un personaje y de toda su existencia.
3:10 to Yuma no es el crepúsculo que significó Sin perdón porque los dioses son parcos en milagros, pero está rodeada de un aura arrolladora de magistralidad.
Nadie detesta más la inutilidad de un remake, y ésta lo es de El tren de las 3:10 de Delmer Daves de 1957; sin embargo, 3:10 to Yuma es necesaria por ser mayúscula en el desierto, por ser única a pesar de la duplicidad y porque la manera más honesta de combatir el mal cine – el que hipnotiza, adiestra y da capones, el del hombre de los caramelos – es con buen cine. Y en eso 3:10 to Yuma es colosal, 1) por un guión coherente abrumador que seduce sensualmente hasta el orgasmo increíble final; y 2) por lo homérico de sus protagonistas, construidos de manera magistral con un arco de transformación perfecto que los hace verosímiles y ata todos los cabos.
Ben Wade y Dan Evans - noche y día - un hombre excepcional, un bandido, cruel existencialista y despiadado animal que vive en su cielo frente a un perdedor y cobarde, un hombre bueno miserablemente vencido en el infierno. El choque de trenes cambia sus vidas y también las nuestras. Es aquí donde 3:10 to Yuma roza la divinidad de Sin perdón.
Western nihilista de personajes bosconianos, de decrepitud y actualidad porque es el mundo que vemos todos los días, el de la resignación, el de la concienciación de la inhumanidad humana. Dios murió, Ben Wade y Dan Evans lo saben y se desesperan en busca del sentido de la vida.
Personajes formidables todos, pero el apocalipsis necesita del diablo, y éste es Russell Crowe, el Nietzche de toda esta decadencia. Uno de esos pocos genios capaces de agrandar lo escrito en el papel y aquí a la altura del Jake la Motta de De Niro en Toro salvaje, que lo es todo.
El montaje es magnífico, la película respira, se silencia, se rompe y vuelve a torturar de placer. La música es lánguida y acompaña poética el luto que arrastran.
Nos vemos en el infierno William Munny.

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