L´argent.
Cuando el fiscal pregunta a Meursault, el asesino de El extranjero[1], el motivo por el que mató; éste, sincero, responde que fue cosa del azar, que quizás el sol quemaba aquel día más intensamente que de costumbre...
Bresson retoma el debate sobre la culpa, la casualidad y el azar allá donde lo dejó Camus y nos ofrece en L´argent su, por desgracia, postrera obra maestra. Pues, como narra la novela, en el film una anciana da cobijo al asesino protagonista y le pregunta por qué mata, a lo que éste responde que... le dio gusto.
Qué poco se imaginaba el padre que al inicio de la película se niega a dar más dinero a su hijo que su acto modesto de batir alas, abriría la caja de pandora desencadenando la violencia más instintiva y brutal del efecto mariposa.
El personaje principal asiste impotente a su descenso a los infiernos aplastado por la bola de nieve de Sísifo: es acusado de “pasar” dinero falso por lo que pierde su trabajo, sin fondos con los que mantener a su familia, se ve envuelto en trapicheos que le arrastran a la cárcel, muriendo su hija en la pobreza y viéndose abandonado por su mujer...
Un acto injusto provoca que un hombre lo acabe perdiendo todo... descreído, huérfano de identidad, despojado de una “lógica social” y deshumanizado, deja de comportarse como tal para, en la metamorfosis, transformarse en un ser asocial y vagar por el mundo como animal instintivo sin ley que le rija ni moral alguna a la que agarrarse. Al caer todo aquello que ha construido el hombre, caerán también una tras otra sus víctimas pues ya no hay nada que le detenga.
La película se cuestiona lo que es justo y lo que no dentro de una sociedad que el director considera un Leviatán corrupto, egoísta, hipócrita e injusto; y nos hace reflexionar sobre la fragilidad de nuestra existencia, del flaco equilibrio que existe entre el bien y el mal... ¡cuando no es la misma cosa!
Bresson, como Hobbes, crucifica con su mirada pesimista al hombre y a la sociedad que ha creado, convirtiéndose con su cámara en fedatario de aquello de “el hombre es un lobo para el hombre”.
El autor pone el acento en el discurso por encima del relato en esta historia que cuenta los motivos - ¿de verdad son motivos? - por los que un hombre cualquiera se convierte en asesino y decide matar. Su mirada existencialista ningunea las causas que le llevan al homicidio haciendo igual de válidas mil causas más que justifiquen sus actos.
Bresson se esfuerza en eliminar las acciones (y las reacciones) que el público de un cine más clásico espera (¡abajo el espectador hipnotizado!) dejándolas fuera de campo o fulminándolas mediante elipsis consiguiendo así un doble efecto: 1) un ritmo endiablado y conciso y - lo que más interesa al director-filósofo – 2) activar la mente del espectador haciéndole partícipe de lo que ve obligándole a pensar y a tomar partido.
La genialidad de Bresson se percibe en un montaje milimétrico y demoledor capaz de conseguir con sencillez – yendo al grano vamos – un frenético ritmo con precisión de relojero suizo. Nadie ha sido capaz de contar tanto en tan poco tiempo. Ojalá aprendieran de este francés los Michael Bay de turno del cine actual, incapaces de explicar de manera inteligible una historia, perdidos - a mil imágenes por segundo - en la nadería del videoclip. Cronemberg, por suerte, nos cura de tantos espantos (hay que correr a ver Una historia de violencia para darnos cuenta de su impecable precisión a la hora de contarnos lo que le interesa y que tiene más de un punto en común con L´argent como esa visión de la violencia innata en el hombre)
Bresson convierte a los actores en mimos que no se inmutan, carentes de expresividad o filma solamente partes del cuerpo (cierto fetichismo hacia los pies) negando al espectador el rostro para reforzar su discurso; con un añadido: eliminando el rostro, se elimina lo individual, lo particular y consigue no hablar de un personaje concreto sino del hombre en general. Queda clara la lectura: todos los hombres somos hipócritas, mentirosos, ladrones y asesinos. Somos robots globalizados que no controlan su vida – vida llena de diablos... probablemente – y vida que, por lo frágil, puede torcerse en cualquier momento.
La moraleja con tintes frankensteinianos debe sonrojarnos a todos:
Nadie se salva de la quema, nadie es honesto...
¿Es culpable el asesino?, ¿o quienes han creado al monstruo?
[1] Escrita por Albert Camus
sábado, 20 de septiembre de 2008
PROMESAS DEL ESTE
QUIEN EN VIDA ESTÁ ENTERRADO
Mi padre era minero, vivió enterrado toda su vida…
Así se define en una sola frase lapidaria que es pura melancolía escrita en el diario de una prostituta rusa lo que es Promesas del Este.
Con el pretexto de una historia de mafias rusas londinenses y trata de blancas Cronenberg nos cuenta que la prostituta no es la chica, la puta es el hombre y su alma.
Una historia de violencia, penúltima del director y una de las pocas obras maestras del cine de los últimos años – junto a El viento que agita la cebada de Ken Loach – provenía del cómic y definía la figura del héroe de verdad – sin máscaras, sin capa ni espada ni doble moral - en un mundo, éste, donde la miseria humana es el malo de turno.
Promesas del Este forma parte de la que podría definirse como su trilogía del héroe contemporáneo – que comenzó con el inestable Ralph Fiennes de Spider – porque a pesar de que la historia no proviene del cómic, el genio filma una novela gráfica en imágenes.
Pocas películas son capaces de crear héroes de carne y hueso. Sin city era fantoche, 300, músculos y jabón, Batman, tan oscura como poco brillante, Superman encantadora pero profunda como los calzoncillos rojos de Clark Kent. Mejor rescatar locuras asiáticas, Ichi the killer y Old boy o excepciones occidentales, Camino a la perdición.
Cronenberg sí sabe crearlos. Por autor con discurso y estilo y porque consigue que de un relato mezcla de fantasías y promesas contextuales surja una historia arrebatadora llena de realidades; diseccionando como hicieron sus gemelos de Inseparables la profunda decepción que siente hacia el hombre o el habernos metamorfoseado - como su mosca goldblumniana - de lo malo en lo peor, un mundo basura, un ser humano que apesta.
Y el héroe, Viggo Mortensen, un héroe que se contradice porque su poder es la imperfección, es mucho más gigante con Cronenberg que con el Alatriste de Díaz Yanes o el Aragorn de Peter Jackson. Nikolai Luzhin, su personaje, nos llega al alma porque desnuda nuestras miserias, que también son las suyas.
Una historia de violencia transcurría en los Estados Unidos, Promesas del Este en Londres, la elección no es casual. Cronenberg lo tiene claro, tras la magnífica apariencia que damos se esconde el monstruo, falso, hipócrita y mentiroso. Por eso dota a todos sus personajes, magistrales todos – y entre ellos un Vincent Cassel desconocido y memorable – de una doble identidad. Nada es lo que parece ni nadie lo que aparenta.
Los tatuajes de Nikolai nos dan la pauta, cuentan su vida como metáforas de las huellas de su pasado. No somos lo que decimos – las palabras son mentirosas - somos lo que hacemos, lo ocultemos o no. Yo soy yo y mis circunstancias que decía Ortega y Gasset. He ahí la tragedia que arrastramos.
El último plano de Promesas del Este - desde ya genial, perturbador y duradero - evoca como el final de Conan el Bárbaro la melancolía y la magnificiencia del rey sentado en su trono, del héroe vencedor pero también vencido por todo lo que queda por delante.
Suerte Nikolai Luzhin.
Mi padre era minero, vivió enterrado toda su vida…
Así se define en una sola frase lapidaria que es pura melancolía escrita en el diario de una prostituta rusa lo que es Promesas del Este.
Con el pretexto de una historia de mafias rusas londinenses y trata de blancas Cronenberg nos cuenta que la prostituta no es la chica, la puta es el hombre y su alma.
Una historia de violencia, penúltima del director y una de las pocas obras maestras del cine de los últimos años – junto a El viento que agita la cebada de Ken Loach – provenía del cómic y definía la figura del héroe de verdad – sin máscaras, sin capa ni espada ni doble moral - en un mundo, éste, donde la miseria humana es el malo de turno.
Promesas del Este forma parte de la que podría definirse como su trilogía del héroe contemporáneo – que comenzó con el inestable Ralph Fiennes de Spider – porque a pesar de que la historia no proviene del cómic, el genio filma una novela gráfica en imágenes.
Pocas películas son capaces de crear héroes de carne y hueso. Sin city era fantoche, 300, músculos y jabón, Batman, tan oscura como poco brillante, Superman encantadora pero profunda como los calzoncillos rojos de Clark Kent. Mejor rescatar locuras asiáticas, Ichi the killer y Old boy o excepciones occidentales, Camino a la perdición.
Cronenberg sí sabe crearlos. Por autor con discurso y estilo y porque consigue que de un relato mezcla de fantasías y promesas contextuales surja una historia arrebatadora llena de realidades; diseccionando como hicieron sus gemelos de Inseparables la profunda decepción que siente hacia el hombre o el habernos metamorfoseado - como su mosca goldblumniana - de lo malo en lo peor, un mundo basura, un ser humano que apesta.
Y el héroe, Viggo Mortensen, un héroe que se contradice porque su poder es la imperfección, es mucho más gigante con Cronenberg que con el Alatriste de Díaz Yanes o el Aragorn de Peter Jackson. Nikolai Luzhin, su personaje, nos llega al alma porque desnuda nuestras miserias, que también son las suyas.
Una historia de violencia transcurría en los Estados Unidos, Promesas del Este en Londres, la elección no es casual. Cronenberg lo tiene claro, tras la magnífica apariencia que damos se esconde el monstruo, falso, hipócrita y mentiroso. Por eso dota a todos sus personajes, magistrales todos – y entre ellos un Vincent Cassel desconocido y memorable – de una doble identidad. Nada es lo que parece ni nadie lo que aparenta.
Los tatuajes de Nikolai nos dan la pauta, cuentan su vida como metáforas de las huellas de su pasado. No somos lo que decimos – las palabras son mentirosas - somos lo que hacemos, lo ocultemos o no. Yo soy yo y mis circunstancias que decía Ortega y Gasset. He ahí la tragedia que arrastramos.
El último plano de Promesas del Este - desde ya genial, perturbador y duradero - evoca como el final de Conan el Bárbaro la melancolía y la magnificiencia del rey sentado en su trono, del héroe vencedor pero también vencido por todo lo que queda por delante.
Suerte Nikolai Luzhin.
SICKO
ENSAYO SOBRE LA CEGUERA
Una vez le insistieron a Saramago en que la mayoría de la gente opinaba que la democracia parlamentaria era el menos malo de los sistemas conocidos. Y el diablo, que sabe más por viejo que por diablo respondió que sí, pero que “ésa era una manera muy hábil de impedir que se busque algo mejor.”
Bienvenidos a la puerta trasera más sucia y oscura del Capitalismo. Sicko, el esperado documental de Michael Moore es terrible, siendo ese horror - gritado como nadie por el Kurtz de Marlon Brando[1] - aquí pura virtud.
Moore, que es dado a los malabares soberbios – tanto por lo magníficos como por lo altaneros – y que golpea como Tyson, duro hasta noquearte y si sigues en pie te muerde una oreja, ataca el sistema de salud norteamericano (en manos privadas) y no deja títere con cabeza.
La maestría de la propuesta sorprende en su juego de contrarios, su imparcialidad honesta (esos enfermos que conocemos para luego contarnos su muerte), su enmarañada sencillez (la excursión a Cuba para curar todos los males) y su artificio sincero (pacientes desahuciados vagando en bata por impago por las calles de Nueva York)
Sicko retrata magistralmente la indiferencia que provoca el poder económico; y esa indiferencia es crueldad. Dice Saramago que “la crueldad es lo que realmente nos diferencia de los animales, la crueldad humana sobrepasa todos los límites”. Por eso el director, sin ser objetivo – no seamos necios, ¿quién puede serlo? - es honesto, sencillo y sincero; y también actual. Acusar a Moore de partidista es tan estúpido como decir que los escapes del Prestige fueron hilillos.
Irónicamente Moore, tantas veces tachado de antiamericano, hace caso a la arenga del presidente Kennedy: “Entonces, americanos, no se pregunten lo que su país puede hacer por ustedes. Pregúntense que pueden hacer ustedes por su país.” Moore por su país, hace documentales sacando a la luz los trapos sucios… Moore es un patriota.
El clímax del documental en Cuba es prodigioso. La sencillez de la propuesta desnuda al “establishment” y lo deja en bragas y a nosotros rabiosos como antes hicieron Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11 del propio Moore, o Una verdad incómoda, El mundo según Bush o Spellbound (ese documental sobre niños enfermos de Capitalismo)
Pero Moore no se detiene ahí, Bush es sólo la punta idiota del iceberg, Sicko llega más lejos y de refilón toca el alma - como El desencanto y El cielo gira – susurrándole una lección vital de humanidad: ya no hay rabia contenida sólo el sabor amargo a derrota, la del hombre.
Hobbes tenía razón.
[1] En Apocalypse now.
Una vez le insistieron a Saramago en que la mayoría de la gente opinaba que la democracia parlamentaria era el menos malo de los sistemas conocidos. Y el diablo, que sabe más por viejo que por diablo respondió que sí, pero que “ésa era una manera muy hábil de impedir que se busque algo mejor.”
Bienvenidos a la puerta trasera más sucia y oscura del Capitalismo. Sicko, el esperado documental de Michael Moore es terrible, siendo ese horror - gritado como nadie por el Kurtz de Marlon Brando[1] - aquí pura virtud.
Moore, que es dado a los malabares soberbios – tanto por lo magníficos como por lo altaneros – y que golpea como Tyson, duro hasta noquearte y si sigues en pie te muerde una oreja, ataca el sistema de salud norteamericano (en manos privadas) y no deja títere con cabeza.
La maestría de la propuesta sorprende en su juego de contrarios, su imparcialidad honesta (esos enfermos que conocemos para luego contarnos su muerte), su enmarañada sencillez (la excursión a Cuba para curar todos los males) y su artificio sincero (pacientes desahuciados vagando en bata por impago por las calles de Nueva York)
Sicko retrata magistralmente la indiferencia que provoca el poder económico; y esa indiferencia es crueldad. Dice Saramago que “la crueldad es lo que realmente nos diferencia de los animales, la crueldad humana sobrepasa todos los límites”. Por eso el director, sin ser objetivo – no seamos necios, ¿quién puede serlo? - es honesto, sencillo y sincero; y también actual. Acusar a Moore de partidista es tan estúpido como decir que los escapes del Prestige fueron hilillos.
Irónicamente Moore, tantas veces tachado de antiamericano, hace caso a la arenga del presidente Kennedy: “Entonces, americanos, no se pregunten lo que su país puede hacer por ustedes. Pregúntense que pueden hacer ustedes por su país.” Moore por su país, hace documentales sacando a la luz los trapos sucios… Moore es un patriota.
El clímax del documental en Cuba es prodigioso. La sencillez de la propuesta desnuda al “establishment” y lo deja en bragas y a nosotros rabiosos como antes hicieron Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11 del propio Moore, o Una verdad incómoda, El mundo según Bush o Spellbound (ese documental sobre niños enfermos de Capitalismo)
Pero Moore no se detiene ahí, Bush es sólo la punta idiota del iceberg, Sicko llega más lejos y de refilón toca el alma - como El desencanto y El cielo gira – susurrándole una lección vital de humanidad: ya no hay rabia contenida sólo el sabor amargo a derrota, la del hombre.
Hobbes tenía razón.
[1] En Apocalypse now.
EL TREN DE LAS 3.10
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
Decía William Munny en Sin perdón – una de las maravillas del séptimo arte – que cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría tener. La frase, como la película, trasciende, se multiplica, se hace duradera y nos adentra en la eternidad de un personaje y de toda su existencia.
3:10 to Yuma no es el crepúsculo que significó Sin perdón porque los dioses son parcos en milagros, pero está rodeada de un aura arrolladora de magistralidad.
Nadie detesta más la inutilidad de un remake, y ésta lo es de El tren de las 3:10 de Delmer Daves de 1957; sin embargo, 3:10 to Yuma es necesaria por ser mayúscula en el desierto, por ser única a pesar de la duplicidad y porque la manera más honesta de combatir el mal cine – el que hipnotiza, adiestra y da capones, el del hombre de los caramelos – es con buen cine. Y en eso 3:10 to Yuma es colosal, 1) por un guión coherente abrumador que seduce sensualmente hasta el orgasmo increíble final; y 2) por lo homérico de sus protagonistas, construidos de manera magistral con un arco de transformación perfecto que los hace verosímiles y ata todos los cabos.
Ben Wade y Dan Evans - noche y día - un hombre excepcional, un bandido, cruel existencialista y despiadado animal que vive en su cielo frente a un perdedor y cobarde, un hombre bueno miserablemente vencido en el infierno. El choque de trenes cambia sus vidas y también las nuestras. Es aquí donde 3:10 to Yuma roza la divinidad de Sin perdón.
Western nihilista de personajes bosconianos, de decrepitud y actualidad porque es el mundo que vemos todos los días, el de la resignación, el de la concienciación de la inhumanidad humana. Dios murió, Ben Wade y Dan Evans lo saben y se desesperan en busca del sentido de la vida.
Personajes formidables todos, pero el apocalipsis necesita del diablo, y éste es Russell Crowe, el Nietzche de toda esta decadencia. Uno de esos pocos genios capaces de agrandar lo escrito en el papel y aquí a la altura del Jake la Motta de De Niro en Toro salvaje, que lo es todo.
El montaje es magnífico, la película respira, se silencia, se rompe y vuelve a torturar de placer. La música es lánguida y acompaña poética el luto que arrastran.
Nos vemos en el infierno William Munny.
Decía William Munny en Sin perdón – una de las maravillas del séptimo arte – que cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría tener. La frase, como la película, trasciende, se multiplica, se hace duradera y nos adentra en la eternidad de un personaje y de toda su existencia.
3:10 to Yuma no es el crepúsculo que significó Sin perdón porque los dioses son parcos en milagros, pero está rodeada de un aura arrolladora de magistralidad.
Nadie detesta más la inutilidad de un remake, y ésta lo es de El tren de las 3:10 de Delmer Daves de 1957; sin embargo, 3:10 to Yuma es necesaria por ser mayúscula en el desierto, por ser única a pesar de la duplicidad y porque la manera más honesta de combatir el mal cine – el que hipnotiza, adiestra y da capones, el del hombre de los caramelos – es con buen cine. Y en eso 3:10 to Yuma es colosal, 1) por un guión coherente abrumador que seduce sensualmente hasta el orgasmo increíble final; y 2) por lo homérico de sus protagonistas, construidos de manera magistral con un arco de transformación perfecto que los hace verosímiles y ata todos los cabos.
Ben Wade y Dan Evans - noche y día - un hombre excepcional, un bandido, cruel existencialista y despiadado animal que vive en su cielo frente a un perdedor y cobarde, un hombre bueno miserablemente vencido en el infierno. El choque de trenes cambia sus vidas y también las nuestras. Es aquí donde 3:10 to Yuma roza la divinidad de Sin perdón.
Western nihilista de personajes bosconianos, de decrepitud y actualidad porque es el mundo que vemos todos los días, el de la resignación, el de la concienciación de la inhumanidad humana. Dios murió, Ben Wade y Dan Evans lo saben y se desesperan en busca del sentido de la vida.
Personajes formidables todos, pero el apocalipsis necesita del diablo, y éste es Russell Crowe, el Nietzche de toda esta decadencia. Uno de esos pocos genios capaces de agrandar lo escrito en el papel y aquí a la altura del Jake la Motta de De Niro en Toro salvaje, que lo es todo.
El montaje es magnífico, la película respira, se silencia, se rompe y vuelve a torturar de placer. La música es lánguida y acompaña poética el luto que arrastran.
Nos vemos en el infierno William Munny.
ESTESO Y PAJARES, LA CAÍDA DE LOS DIOSES
CINE DE CUCARACHAS
Tener un prejuicio es estar absolutamente seguro de una cosa que no se sabe. Eso nos ocurre con Esteso y Pajares, que suenan a pitorreo, a machismo y pañuelo de cuatro nudos en la mollera, a macho ibérico unicejo y a calzoncillo blanco abanderado. Recuerdo haber oído una conversación despectiva sobre este tipo de cine “que se arrastra por el suelo como la mierda... que es un cine de cucarachas…”. Ésta es pues una historia de cucarachas.
Con Esteso y Pajares nos pasa que metemos la pata y nos quedamos tan anchos por culpa de los prejuicios; punto a favor de Mariano Ozores, el padre de la criatura; porque al insultar sin conocer, nos convertimos en españolitos medios (o mediocres) de esos que tan bien retrata en éstas, sus películas. José Luis Guarner decía que “es espejo inquietantemente fiel de las actitudes de la mayoría de los españoles ante el sexo”. Se produce la catarsis, comprendemos el pecado y hay que bajar la cabeza coloraos como el tomate: las cucarachas somos nosotros.
Contaba Woody Allen que a él, como a Sócrates, se le reconocían varias intuiciones razonablemente profundas, “si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas...” - la vida es sexo, que quiso decir Calderón -. Si el genio neoyorquino es un misántropo emocional, Esteso y Pajares son su arma arrojadiza - son la hoz y el martínez o el brazo tonto de la ley de Allen - porque cavernícolas o no, cumplen los deseos oscuros que ocultamos bajo el disfraz de moralina que amarga nuestra existencia. El primer mandamiento a Moisés debió ser “amarás el porno por encima de todo”, los video-clubs no engañan. Milagros a Lourdes, vale, pero haciendo parada en Perpignan, porque el último tango, tenía que ser en París.
En el principio fue Landa. Pero la tentación es meter en el mismo saco toda producción de la época e incluso arrastrar a él los films posteriores, adoleciendo de falta de objetividad y convirtiéndonos en vulgares censuradores de esos que hipócritamente aborrecemos. Esteso y Pajares no son la misma pamplina, son, si acaso, unos Landas exorcitados a lo Linda Blair que “se follan a la puta de tu hija”. No hay en sus películas esa carga educadora dirigida a la corrección opusdeista sino más bien una incorrección amoral - fuera de toda coherencia si se quiere - y un divertimento vicioso. El felpudo de la Cantudo tuvo la culpa, teníamos los cojones hinchados de tanto Franco y necesitábamos un medio para poder explotar, Carrero Blanco sólo fue un petardo. ¿Fue ésa la misión de estas películas? ¿un cine de pleno fulgor onanista? Los sueños eróticos que, por la moral y el tricornio, sólo se desataban en la mente, fueron al fin liberados. El “orgasmatron” de Allen en la España de los ochenta proyectaba películas de Esteso y Pajares.
Decía Groucho Marx que “el problema no era el adulterio sino lo que cuesta disimularlo”. En un espléndido gag pleno de la tradición picaresca, Esteso y Pajares parodian un anuncio de la época llamando a la puerta de las casas en busca del detergente “Pilón” y se topan con un lío de cuernos: “¡a su puerta llamaremos con la tremenda ilusión de que tenga un barrilete del detergente Pilón!”, y en vez de pagarle las dos mil pesetas reglamentarias, “¡tía buena con lío en casa, mil pesetas!”, quedándose ellos las otras mil, sugiriendo que si no está de acuerdo, lo discutan cuando llegue el marido a casa. Ni el Lazarillo fue tan ruin, pero el gag lo clavaba; así somos y así se lo hemos contado.
Son acusados de machistas porque pone mucho hacerse el Torquemada, pero antes hay que mirarse al espejo y atizarse con cilicio por hipócritas: la violencia doméstica está al orden del día y el imperio del cabrón no entiende más que el palo. Chuleamos de “progres” y media España calza Fraga. Somos víctimas de las circunstancias que nos ha tocado vivir. El visionado hoy en día de El hombre tranquilo – la cumbre absoluta del Séptimo Arte – intranquiliza a mucho falso liberal más papista que el Papa, que suelta un rebuzno de protesta cuando John Wayne arrastra de la cabellera pelirroja cual indio sioux por el prado verde de Innesfree a la bella y testaruda Maureen O´hara ante el júbilo del respetable que le anima a que “la caliente si protesta”. Si la sociedad irlandesa era católica, apostólica y romana, ¿tendría que haberla convertido John Ford en una comuna hippie? Lo mismo ocurría en España. Es la cultura latina mediterránea: el torero, como el Soberano, es cosa de hombres.
La química entre ellos era espectacular – sobretodo cuando se unía Antonio Ozores, el tercer mosquetero –, a la altura del mejor Lemmon-Matthaus. No eran guaperas como Redford ni Newman ni montan en bicicleta mientras las gotas de lluvia golpean en sus cabezas sino dos tipos vulgares que conducían un Renault 5 con traje blanco de detergente Pilón. He ahí la clave de su éxito. Eran españolitos de a pie - los conocemos bien, verdad - desgraciados y granujas. Eran canallas, tramposos, truhanes y tahúres por eso nos gustaban tanto. El engaño, el malentendido y la ironía dramática, reglas de oro para hacer reír, corrían desbocadas – a veces torpemente, ni Ozores es Hawks ni Pajares, Cary Grant – arrancando la carcajada, objetivo cumplido.
Se les tildó de subgénero de manera peyorativa, se les acusó de ser un cine culturalmente subdesarrollado. Pero han pasado veinte años y Esteso y Pajares ya son un mito, como el Naranjito o el anís del mono. Por desgracia imitadores de tres al cuarto renacen de las cenizas que dejaron. Hijos bastardos nacidos también de la televisión y que recogen el testigo para hundir su recuerdo en la miseria.
¿Por qué desaparecieron del mapa en el año 83? Las modas como la vida, son crueles en su destino. Se especuló con el deterioro de la relación porque la envidia es fotogénica, merecieron un Sunset boulevard y no la pésima Muertos de risa. La repetición de esquemas reventó la gallina de los huevos de oro. Nueve películas en cuatro años en las que Esteso siempre fue Esteso y Pajares, Pajares. Es sintomático que los primeros films que hicieron juntos fueran los mejores. Los bingueros (1979) con esa crítica demoledora hacia un cura millonario que pasa las noches en el bingo ganando dinero a costa de la magia de una de las reliquias – el dedo de San Nepomuceno - de su iglesia; y Yo hice a Roque III (1980), una parodia de Rocky pasada por la turmix del cutrerío que habla de la amistad entre dos perdedores que contiene un diálogo antológico grouchiano sobre una báscula que pesa en libras. Lo demás es caída libre, meras reiteraciones donde el guión flojea – claro triunfo de la apatía - y se acude sin vergüenza al melodrama barato y reaccionario.
Nos tronchamos con los chistes malos, con los machistas, con los crueles y con los macabros. El resorte de la risa es el mal ajeno: si alguien pisa una cáscara de plátano y cae al suelo dándose un trompazo o si un tipo despistado se da de bruces contra una farola, nos carcajeamos. Cuando el gran Groucho se mofa de la monstruosidad de Margaret Dumont, no nos hacemos cruces, reímos. Dejemos los prejuicios a un lado y disfrutémosles. Góngora captó la idea: “ande yo caliente y ríase la gente, que yo en mi pobre mesilla, quiero más una morcilla, que en el asador reviente”.
Tener un prejuicio es estar absolutamente seguro de una cosa que no se sabe. Eso nos ocurre con Esteso y Pajares, que suenan a pitorreo, a machismo y pañuelo de cuatro nudos en la mollera, a macho ibérico unicejo y a calzoncillo blanco abanderado. Recuerdo haber oído una conversación despectiva sobre este tipo de cine “que se arrastra por el suelo como la mierda... que es un cine de cucarachas…”. Ésta es pues una historia de cucarachas.
Con Esteso y Pajares nos pasa que metemos la pata y nos quedamos tan anchos por culpa de los prejuicios; punto a favor de Mariano Ozores, el padre de la criatura; porque al insultar sin conocer, nos convertimos en españolitos medios (o mediocres) de esos que tan bien retrata en éstas, sus películas. José Luis Guarner decía que “es espejo inquietantemente fiel de las actitudes de la mayoría de los españoles ante el sexo”. Se produce la catarsis, comprendemos el pecado y hay que bajar la cabeza coloraos como el tomate: las cucarachas somos nosotros.
Contaba Woody Allen que a él, como a Sócrates, se le reconocían varias intuiciones razonablemente profundas, “si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas...” - la vida es sexo, que quiso decir Calderón -. Si el genio neoyorquino es un misántropo emocional, Esteso y Pajares son su arma arrojadiza - son la hoz y el martínez o el brazo tonto de la ley de Allen - porque cavernícolas o no, cumplen los deseos oscuros que ocultamos bajo el disfraz de moralina que amarga nuestra existencia. El primer mandamiento a Moisés debió ser “amarás el porno por encima de todo”, los video-clubs no engañan. Milagros a Lourdes, vale, pero haciendo parada en Perpignan, porque el último tango, tenía que ser en París.
En el principio fue Landa. Pero la tentación es meter en el mismo saco toda producción de la época e incluso arrastrar a él los films posteriores, adoleciendo de falta de objetividad y convirtiéndonos en vulgares censuradores de esos que hipócritamente aborrecemos. Esteso y Pajares no son la misma pamplina, son, si acaso, unos Landas exorcitados a lo Linda Blair que “se follan a la puta de tu hija”. No hay en sus películas esa carga educadora dirigida a la corrección opusdeista sino más bien una incorrección amoral - fuera de toda coherencia si se quiere - y un divertimento vicioso. El felpudo de la Cantudo tuvo la culpa, teníamos los cojones hinchados de tanto Franco y necesitábamos un medio para poder explotar, Carrero Blanco sólo fue un petardo. ¿Fue ésa la misión de estas películas? ¿un cine de pleno fulgor onanista? Los sueños eróticos que, por la moral y el tricornio, sólo se desataban en la mente, fueron al fin liberados. El “orgasmatron” de Allen en la España de los ochenta proyectaba películas de Esteso y Pajares.
Decía Groucho Marx que “el problema no era el adulterio sino lo que cuesta disimularlo”. En un espléndido gag pleno de la tradición picaresca, Esteso y Pajares parodian un anuncio de la época llamando a la puerta de las casas en busca del detergente “Pilón” y se topan con un lío de cuernos: “¡a su puerta llamaremos con la tremenda ilusión de que tenga un barrilete del detergente Pilón!”, y en vez de pagarle las dos mil pesetas reglamentarias, “¡tía buena con lío en casa, mil pesetas!”, quedándose ellos las otras mil, sugiriendo que si no está de acuerdo, lo discutan cuando llegue el marido a casa. Ni el Lazarillo fue tan ruin, pero el gag lo clavaba; así somos y así se lo hemos contado.
Son acusados de machistas porque pone mucho hacerse el Torquemada, pero antes hay que mirarse al espejo y atizarse con cilicio por hipócritas: la violencia doméstica está al orden del día y el imperio del cabrón no entiende más que el palo. Chuleamos de “progres” y media España calza Fraga. Somos víctimas de las circunstancias que nos ha tocado vivir. El visionado hoy en día de El hombre tranquilo – la cumbre absoluta del Séptimo Arte – intranquiliza a mucho falso liberal más papista que el Papa, que suelta un rebuzno de protesta cuando John Wayne arrastra de la cabellera pelirroja cual indio sioux por el prado verde de Innesfree a la bella y testaruda Maureen O´hara ante el júbilo del respetable que le anima a que “la caliente si protesta”. Si la sociedad irlandesa era católica, apostólica y romana, ¿tendría que haberla convertido John Ford en una comuna hippie? Lo mismo ocurría en España. Es la cultura latina mediterránea: el torero, como el Soberano, es cosa de hombres.
La química entre ellos era espectacular – sobretodo cuando se unía Antonio Ozores, el tercer mosquetero –, a la altura del mejor Lemmon-Matthaus. No eran guaperas como Redford ni Newman ni montan en bicicleta mientras las gotas de lluvia golpean en sus cabezas sino dos tipos vulgares que conducían un Renault 5 con traje blanco de detergente Pilón. He ahí la clave de su éxito. Eran españolitos de a pie - los conocemos bien, verdad - desgraciados y granujas. Eran canallas, tramposos, truhanes y tahúres por eso nos gustaban tanto. El engaño, el malentendido y la ironía dramática, reglas de oro para hacer reír, corrían desbocadas – a veces torpemente, ni Ozores es Hawks ni Pajares, Cary Grant – arrancando la carcajada, objetivo cumplido.
Se les tildó de subgénero de manera peyorativa, se les acusó de ser un cine culturalmente subdesarrollado. Pero han pasado veinte años y Esteso y Pajares ya son un mito, como el Naranjito o el anís del mono. Por desgracia imitadores de tres al cuarto renacen de las cenizas que dejaron. Hijos bastardos nacidos también de la televisión y que recogen el testigo para hundir su recuerdo en la miseria.
¿Por qué desaparecieron del mapa en el año 83? Las modas como la vida, son crueles en su destino. Se especuló con el deterioro de la relación porque la envidia es fotogénica, merecieron un Sunset boulevard y no la pésima Muertos de risa. La repetición de esquemas reventó la gallina de los huevos de oro. Nueve películas en cuatro años en las que Esteso siempre fue Esteso y Pajares, Pajares. Es sintomático que los primeros films que hicieron juntos fueran los mejores. Los bingueros (1979) con esa crítica demoledora hacia un cura millonario que pasa las noches en el bingo ganando dinero a costa de la magia de una de las reliquias – el dedo de San Nepomuceno - de su iglesia; y Yo hice a Roque III (1980), una parodia de Rocky pasada por la turmix del cutrerío que habla de la amistad entre dos perdedores que contiene un diálogo antológico grouchiano sobre una báscula que pesa en libras. Lo demás es caída libre, meras reiteraciones donde el guión flojea – claro triunfo de la apatía - y se acude sin vergüenza al melodrama barato y reaccionario.
Nos tronchamos con los chistes malos, con los machistas, con los crueles y con los macabros. El resorte de la risa es el mal ajeno: si alguien pisa una cáscara de plátano y cae al suelo dándose un trompazo o si un tipo despistado se da de bruces contra una farola, nos carcajeamos. Cuando el gran Groucho se mofa de la monstruosidad de Margaret Dumont, no nos hacemos cruces, reímos. Dejemos los prejuicios a un lado y disfrutémosles. Góngora captó la idea: “ande yo caliente y ríase la gente, que yo en mi pobre mesilla, quiero más una morcilla, que en el asador reviente”.
4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS
VIVIR SIN ROSSELLINI
Cuando Rossellini quería transmitir lo que era el cine decía que “nada de bellas imágenes, lo que hay son imágenes justas, imágenes necesarias”. En Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica un hombre buscaba desesperado su bicicleta acompañado de su hijo para conservar su trabajo, la aventura callejera servía como mcguffin poético desolador que mostraba la realidad social miserable de la Roma de posguerra. 4 meses, 3 semanas, 2 días es puro De Sica, puro Rossellini, puro neorrealismo italiano y nouvelle vague.
Otilia recorre a pie las calles de una pequeña ciudad rumana intentando ayudar a su amiga Gabita en su aborto de estraperlo destapando a cada paso las vergüenzas visibles y las que permanecen ocultas. Otilia recibe “los 400 golpes” de Antoine Doinel mostrando en su búsqueda – y fuga – la infame realidad de la Rumanía de Ceaucescu y, por ende, el castigo moral devastador y el miedo informe que la maldad que acompaña al poder causa a quienes lo padecen.
Como sólo las obras maestras saben, el primer plano de la película lo cuenta todo. Dos peces atrapados en su pecera resume de forma sencilla y soberbia el sentir de las protagonistas, con tan poco rara vez se dijo tanto. 4 meses, 3 semanas, 2 días – como Los niños del paraíso de Majad Majidi o ¿Dónde está la casa de mi amigo? de Kiarostami - es pequeña, honesta y maravillosa contando la realidad, la ciudad, sus calles y disfrazando el miedo, las almas desarropadas, contaminadas de vulgaridad e imposibilidades; sus personajes son cercanos, frágiles héroes víctimas del lado más oscuro; los diálogos están llenos de banalidades, monotonías, silencios y crueldades cotidianas por eso nos los creemos, porque son los nuestros.
Si el guión es soberbio también lo es la dirección de Cristian Mungiu, autor verdadero con moral de travelling que aplica su moral godardiana en cada plano, como en el plano-secuencia de la celebración en casa del novio de Otilia, apabullante por tedioso e insoportable, tanto que molesta al alma por hacernos creer que somos ella y sentimos su malestar; o el noqueador plano del feto de Gabita que desmonta cualquier discurso celoso sobre manipulación. La secuencia del aborto a cargo del Dr. Bebe, un médico circunstancial mitad Corleone, mitad Señor Lobo es tan inhumana, tan imperdonable como justificable por su coherente humanidad. La mirada final a cámara - como la de Doinel al ver el mar - es el triunfo del pesimista que sabe que todo va a seguir igual.
De Sica decía que el neorrealismo es poesía, la poesía de la vida real y que por esa razón no ha muerto ni morirá nunca. Tampoco morirá el cine mientras haya una sola 4 meses, 3 semanas, 2 días. Bertolucci tenía razón, no se puede vivir sin Rossellini.
Cuando Rossellini quería transmitir lo que era el cine decía que “nada de bellas imágenes, lo que hay son imágenes justas, imágenes necesarias”. En Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica un hombre buscaba desesperado su bicicleta acompañado de su hijo para conservar su trabajo, la aventura callejera servía como mcguffin poético desolador que mostraba la realidad social miserable de la Roma de posguerra. 4 meses, 3 semanas, 2 días es puro De Sica, puro Rossellini, puro neorrealismo italiano y nouvelle vague.
Otilia recorre a pie las calles de una pequeña ciudad rumana intentando ayudar a su amiga Gabita en su aborto de estraperlo destapando a cada paso las vergüenzas visibles y las que permanecen ocultas. Otilia recibe “los 400 golpes” de Antoine Doinel mostrando en su búsqueda – y fuga – la infame realidad de la Rumanía de Ceaucescu y, por ende, el castigo moral devastador y el miedo informe que la maldad que acompaña al poder causa a quienes lo padecen.
Como sólo las obras maestras saben, el primer plano de la película lo cuenta todo. Dos peces atrapados en su pecera resume de forma sencilla y soberbia el sentir de las protagonistas, con tan poco rara vez se dijo tanto. 4 meses, 3 semanas, 2 días – como Los niños del paraíso de Majad Majidi o ¿Dónde está la casa de mi amigo? de Kiarostami - es pequeña, honesta y maravillosa contando la realidad, la ciudad, sus calles y disfrazando el miedo, las almas desarropadas, contaminadas de vulgaridad e imposibilidades; sus personajes son cercanos, frágiles héroes víctimas del lado más oscuro; los diálogos están llenos de banalidades, monotonías, silencios y crueldades cotidianas por eso nos los creemos, porque son los nuestros.
Si el guión es soberbio también lo es la dirección de Cristian Mungiu, autor verdadero con moral de travelling que aplica su moral godardiana en cada plano, como en el plano-secuencia de la celebración en casa del novio de Otilia, apabullante por tedioso e insoportable, tanto que molesta al alma por hacernos creer que somos ella y sentimos su malestar; o el noqueador plano del feto de Gabita que desmonta cualquier discurso celoso sobre manipulación. La secuencia del aborto a cargo del Dr. Bebe, un médico circunstancial mitad Corleone, mitad Señor Lobo es tan inhumana, tan imperdonable como justificable por su coherente humanidad. La mirada final a cámara - como la de Doinel al ver el mar - es el triunfo del pesimista que sabe que todo va a seguir igual.
De Sica decía que el neorrealismo es poesía, la poesía de la vida real y que por esa razón no ha muerto ni morirá nunca. Tampoco morirá el cine mientras haya una sola 4 meses, 3 semanas, 2 días. Bertolucci tenía razón, no se puede vivir sin Rossellini.
SWEENEY TODD
CAMINO DE OZ
Se le llama autor - y ésta es la categoría de los más grandes - a quien imprime un estilo personal a su trabajo. Tim Burton encaja desde luego con esta premisa, pero el verdadero autor también tiene un discurso y es ahí donde Burton fracasa. Su cine ilumina y absorbe para después perderse en el olvido.
Su mejor película hasta la fecha, la excelente Ed Wood, hacía albergar esperanzas sobre este cineasta exagerado en las formas. Eduardo Manostijeras era un dramón convincente, cine bien hecho que perdura en su majestuosidad hasta los títulos de crédito, después poco o nada; Bitelchus era una comedia pasable; Batman era eso… un tipo serio con mayas vestido de murciélago, magnífico para el lenguaje del cómic pero ridículo en la gran pantalla; Mars Attacks! era un delirio amable que se hacía insoportable en su segundo visionado; Sleepy Hollow era aburrida sin más; el remake de El planeta de los simios, innecesario y el de Charlie y la fábrica de chocolate mejor ni hablar… sólo Big fish pareció sacar de la mediocridad a uno de los directores más injustamente bien considerados del cine actual. De todas formas, al menos Tim Burton intenta hacer cine y eso le dignifica.
Sweeney Todd no sólo le dignifica, también le redime. Cómplice de un musical de por sí extraordinario, Burton aguanta el tipo y hasta es capaz de componer un final trágico memorable. Su barroquismo se contiene y la película se crece.
Johnny Depp - horrible pirata en la terrible saga del Caribe - está mejor que nunca, convence por su seriedad, por su mirada adulta y su voz profunda. Pero lo mejor, lo más delicioso del film es Helena Bonham Carter, su voz rasgada, su gesto cautivador, su mirada estéril, su imposibilidad de alcanzar a Todd y su sentido del humor resultan épicos y acabas rendido a sus pies. Depp y Bonham Carter entusiasman poniendo la piel de gallina cada vez que aparecen en pantalla, cada vez que se miran, cada vez que se detestan y cada vez que cantan.
Cansados de las birrias musicales de los últimos años, de El fantasma de la ópera, de Dreamgirls o de Happy Feet; Sweeney Todd recupera la magia de los grandes musicales, de los que perduran, de El mago de Oz, de Cantando bajo la lluvia, de Siete novias para siete hermanos, de West Side Story, de Cabaret, de Bailar en la oscuridad o de Chicago.
Por este camino de baldosas amarillas, Tim Burton sí llegará a Oz.
Se le llama autor - y ésta es la categoría de los más grandes - a quien imprime un estilo personal a su trabajo. Tim Burton encaja desde luego con esta premisa, pero el verdadero autor también tiene un discurso y es ahí donde Burton fracasa. Su cine ilumina y absorbe para después perderse en el olvido.
Su mejor película hasta la fecha, la excelente Ed Wood, hacía albergar esperanzas sobre este cineasta exagerado en las formas. Eduardo Manostijeras era un dramón convincente, cine bien hecho que perdura en su majestuosidad hasta los títulos de crédito, después poco o nada; Bitelchus era una comedia pasable; Batman era eso… un tipo serio con mayas vestido de murciélago, magnífico para el lenguaje del cómic pero ridículo en la gran pantalla; Mars Attacks! era un delirio amable que se hacía insoportable en su segundo visionado; Sleepy Hollow era aburrida sin más; el remake de El planeta de los simios, innecesario y el de Charlie y la fábrica de chocolate mejor ni hablar… sólo Big fish pareció sacar de la mediocridad a uno de los directores más injustamente bien considerados del cine actual. De todas formas, al menos Tim Burton intenta hacer cine y eso le dignifica.
Sweeney Todd no sólo le dignifica, también le redime. Cómplice de un musical de por sí extraordinario, Burton aguanta el tipo y hasta es capaz de componer un final trágico memorable. Su barroquismo se contiene y la película se crece.
Johnny Depp - horrible pirata en la terrible saga del Caribe - está mejor que nunca, convence por su seriedad, por su mirada adulta y su voz profunda. Pero lo mejor, lo más delicioso del film es Helena Bonham Carter, su voz rasgada, su gesto cautivador, su mirada estéril, su imposibilidad de alcanzar a Todd y su sentido del humor resultan épicos y acabas rendido a sus pies. Depp y Bonham Carter entusiasman poniendo la piel de gallina cada vez que aparecen en pantalla, cada vez que se miran, cada vez que se detestan y cada vez que cantan.
Cansados de las birrias musicales de los últimos años, de El fantasma de la ópera, de Dreamgirls o de Happy Feet; Sweeney Todd recupera la magia de los grandes musicales, de los que perduran, de El mago de Oz, de Cantando bajo la lluvia, de Siete novias para siete hermanos, de West Side Story, de Cabaret, de Bailar en la oscuridad o de Chicago.
Por este camino de baldosas amarillas, Tim Burton sí llegará a Oz.
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